La muerte de tres mujeres jóvenes la pasada semana, dejaron siete niños sin madre. La violencia descarnada, ha mostrado la peor cara de tres asesinos jóvenes. Ha mutilado la posibilidad de que ellas vean crecer a sus hijos, que rían, lloren, abracen, viajen, esperen, trabajen. Pero también ha sembrado una carga de dolor tan grande en la sociedad, mezclada con odio y resentimiento. Una semana para el olvido por sus hechos pero para el recuerdo permanente, porque estas cosas no deben yacer bajo tierra como el cuerpo de tres personas inocentes.
Florencia Cabrera, a los 26 años, era mamá de un varoncito. Trabajaba como cajera de un supermercado. El sábado fue a ganarse la vida como siempre, sin imaginar que jamás volvería a casa. Quienes la despidieron al irse, tampoco habrán imaginado que esa sería la última vez que oirían su voz. Christian Pastorino de 20 años, decidió en el mes de diciembre pasado, que su novia no merecía vivir. Y con ese mismo criterio optó por matar a Florencia y herir gravemente a un guardia de seguridad. Para qué entrar en detalles? Basta con saber que el hijo de Florencia no volverá a sentir el olor de mamá, ni sus brazos sosteniéndolo cuando la vida lo golpee. Ni que su madre lo tapa cuando siente frío y está durmiendo.
Mientras el dolor ganaba al Uruguay todo y se trataba de bajar el ánimo (muy caldeado por cierto) durante la búsqueda del despiadado asesino, otra mujer de nombre Vanesa Monzón madre de seis hijos (la mayor de 15 años y el menor de cuatro), fue asesinada de tres disparos en su casa. El sospechoso, su expareja de 30 años. Casi sin respiro, una joven de 25 fue asesinada en Tacuarembó por su tío de 45.
Pastorino, a quien recordaremos siempre como «Kiki»., se mató en una choza ubicada en un descampado. Se baleó la sien, posiblemente con la misma arma con la que decidió que Florencia debía morir. La expareja de Vanesa, Daniel Araujo, de 30 años , se ahorcó en su celda, tras haber sido encontrado por la policía en Melo y detenido. Poco rato antes de declarar, se autoeliminó.
En este extraño escenario, donde cinco personas se conectaron entre sí por haber muerto con escasas horas de diferencia, quedan varias interrogantes.
Cuándo el valor vida pasó a ser cero?
Cuándo alguien con total indiferencia decide que otro no debe vivir más?
Dónde quedó el Uruguay de mi niñez donde hasta los ladrones, tenían códigos?
Muchos gritaron que cambie el ministro del Interior Eduardo Bonomi. Y de eso hablarán los que ganan muy buenos sueldos, que todos pagamos, para darnos calidad de vida. Necesitamos creer que quienes están en lugares de relevancia, tienen el suficiente tino, poder y energía para revertir esto que nos está pasando a todos como sociedad. Y necesitamos también creer que si alguien entiende que está demás y que su trabajo no es el mejor, dará un paso al costado.
Pero lo que no podemos obviar es que no hay ministro que cambie los valores de algunos pocos que nos tienen en un puño.
Llegó la hora de que todos se sienten a hablar en serio de lo que nos pasa. Que se convoque a todas las áreas, salud, educación (sobre todo y como indispensable), policías (de años en la calle, de legajos impecables y de trabajo), expertos en adicciones, expertos de otros países, todos aquellos capaces de aportar algo para revertir el odio, resentimiento, desprecio, indiferencia o lo que sea que lleva a un joven a asesinar a otro porque sí. Porque sabemos que ni siquiera es por plata o por comida.
Esto es un llamado, es un pedido «por favor» a quienes tienen nuestro destino en sus manos: reconocer que no se está haciendo algo o que no se está haciendo bien, los engrandece. No es un símbolo de debilidad o de mal gobierno. Es de grandes admitir que otros nos pueden ayudar a mejorar. Un país espera ese volantazo.
Estoy convencido que podemos volver a ser lo que éramos. Llámenme inocente. Yo solo creo que tuve la fortuna de nacer en un país en el que me enseñaron que la esperanza es lo último que se pierde. Y que nunca es tarde para volver a empezar.

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