Suplemento de EL Pueblo, es un pedazo de silencio en las manos del lector. (Quien escribe calla. Quien lee no rompe el silencio.)
Felix Montaldo
PERSONAS QUE ABRIERON CAMINOS NUEVOS
Marie Curie
Surge un descubrimiento trascendental
El 6 de junio de 1898, Pierre invitó al químico Gustave Bèmont (1857-1937) para que participara en las investigaciones; este sugirió a los Curie moler la pecblenda y disolver el polvo en ácido. Luego separaron los diferentes elementos, midiendo su nivel de radioactividad y seleccionando el bismuto que era 150 veces más radioactivo que el uranio. Pierre también hizo su propio experimento calentando una solución de sulfuro de bismuto a la que agregó sulfuro de hidrógeno en un tubo de ensayo a varios cientos de grados. El tubo se rompió pero lograron recuperar un residuo en forma de un polvillo negro que se había formado en su interior; al medirlo encontraron que era 330 veces más radioactivo. Repitieron el experimento refinando la muestra y lo que obtuvieron tenía hasta 400 veces más; habían descubierto un nuevo elemento al cual María designó con el nombre de «polonio», en honor a su tierra natal. En una comunicación a la Academia de Ciencias de julio de 1898 escribió:
«…Creemos que la substancia que hemos sacado de la pecblenda contiene un metal no conocido aún, vecino del bismuto por sus propiedades analíticas. Si la existencia de este nuevo metal se confirma, nos proponemos denominarle polonium, del nombre del país de origen de uno de nosotros,»
También comunicó la novedad a su primo, el químico José Boguski que dirigía el laboratorio de química del Museo de la Industria y la Agricultura de Varsovia, donde ella realizó sus primeros experimentos. Gracias a esa carta los investigadores polacos estuvieron al tanto de esa primicia al mismo tiempo que en Francia.
Gustave Bemont diseñó la marcha analítica del polonio (descripción técnica sumamente compleja del elemento) que apareció en una de las notas a la Academia de Ciencias. Su participación en el descubrimiento de los elementos radioactivos ya nombrados fue importante porque para llegar a ello fueron necesarios sus grandes conocimientos de los procesos químicos. En el año 1937, en que ocurrió su muerte, hicieron discursos en su honor, Paul Langevin y Justin Dupont.
Continuaron sus investigaciones y lograron separar el polonio, vinculado al bismuto, pero descubrieron algo que los asombró: el polvo residual seguía siendo radioactivo (900 veces más que el uranio). El nuevo elemento que encontraron se encontraba en pequeñísimas cantidades dentro del uranio por lo que nunca había sido detectado. El nuevo hallazgo fue comunicado a la Academia de Ciencias de Francia el 26 de diciembre de 1898 con la firmas de María y Pierre Curie y Gustave Bémont. En un fragmento de esta comunicación transcripto por Eve Curie se decía:
«… Las diversas razones que acabamos de enumerar nos hacen creer que la nueva substancia radioactiva contiene un elemento nuevo, al cual nos proponemos dar el nombre de R A D I U M.
La nueva substancia radioactiva contiene, con toda seguridad, una considerable proporción de baryum; a pesar de ello, la radioactividad es considerable. La radioactividad del radium debe ser, pues, enorme».
Para confirmar la presencia de este nuevo elemento los Curie habían llevado en ese año, una muestra de una mezcla radioactiva compuesta principalmente de bario, al laboratorio de Eugene Demarcay, químico francés, descubridor del europio, que era experto en leer los espectros de los elementos químicos para lo cual había creado un instrumento de espectro de chispas. Demarcay fue capaz de detectar una línea espectral que, hasta el momento, no había sido percibida lo que confirmó la existencia del elemento radio (Ra), en forma experimental.
Llegar a este descubrimiento y continuar la etapa siguiente significaba un trabajo extraordinariamente duro y extenuante a la vez que extremadamente peligroso para la salud por su elevado grado de radioactividad. El proceso consistía en los siguientes pasos: utilizando una vasija de hierro de gran tamaño llamada «gran perol», molían el mineral, calentaban la olla e introducían el material en ella, le agregaban ácidos para disolverlos y removían la mezcla con una vara gruesa hasta que llegara al punto de fusión, luego recogían lo más pesado que quedaba en el fondo, sacaban muestras y las llevaban al laboratorio. Allí tenían que disolver los metales con ácidos y separarlos en forma de sales, luego había que filtrarlos repetidas veces. Los vapores que se desprendían tornaban el ambiente tóxico y maloliente. María a su vez tenía que cuidar de su pequeña hija, pero, no obstante, hacía su trabajo con tanta energía como el más fuerte de los hombres. Anotaba sus experiencias en un cuaderno. Estas tareas las desarrollaban en un cobertizo que las autoridades francesas les habían suministrado. Habían comenzado en 1897.
Más tarde, el químico alemán Wilhelm Otswald quiso conocer el lugar donde los Curie habían descubierto el radio. El matrimonio había salido de viaje pero el investigador insistió en ver el local. Se asombró mucho de la precariedad de las instalaciones, expresando que: «aquello era una mezcla de establo y de sótano para almacenar papas, y si no hubiera visto la mesa de trabajo con el material de química, habría pensado que se trataba de una broma.»
Se había dado un paso enorme pero faltaba demostrarlo prácticamente, aislando los nuevos elementos y separándolos del bismuto para el caso del polonio y del bario con que estaba mezclado el radio y establecer su peso atómico. Dicha tarea resultaría sumamente ardua y difícil por la pequeñísima proporción en que se hallaban ambos. La radiación que desprendía el radio era tan intensa que equivalía a un millón de veces la del uranio.
La Madriguera presenta
Don Horacio
Título: Cuentos completos/Autor: Horacio Quiroga/Editorial: Seix Barral. Temática: Novela literaria – Relatos/Año: 2017/Tapa: Rústica con solapas. Tamaño: 25 x 15 cm/Páginas: 1120/Precio: $599,00
Borges sobre Quiroga: Yo lo conocí a Quiroga, pero yo traté de acercarme a él… era un hombre que parecía como hecho de leña; era muy chico y estaba sentado frente a la chimenea de la casa del doctor… Aguirre creo que se llamaba. Y yo lo veía así: barbudo, parecía hecho de leña. Él se sentó delante del fuego y yo pensé -era muy bajo- y, bueno, yo sentí esto: «Es natural que yo lo vea tan chico, porque está muy lejos; está en Misiones. Y este fuego, que yo estoy viendo, no es el fuego de la chimenea de la casa de un señor que vive en la calle Junín. No, es una hoguera de Misiones». La impresión que yo tuve fue ésa: la de que sólo su apariencia estaba con nosotros, que realmente él se había quedado en Misiones, y que estaba en el medio del monte. Y, como yo intenté varios temas con él, y no me contestaba, me di cuenta de que era natural que no me contestara porque estaba muy lejos -él no tenía por qué oír lo que yo decía en Buenos Aires.
Alfredo Gómez
Balada para Juvenal López, «Chinguito»
En mi pueblo, Santa Lucía, yo viví en dos barrios. El primero, en la calle España, es mi infancia, los años cincuenta, la coca-cola de 3/4 litros, los primeros televisores, perros sueltos y caballos, los gallegos recién llegados, las fiestas de la Bombonera cada 12 de octubre. El segundo, el de la calle Gral. Mitre, es el barrio de mi adolescencia, de mis primeros amores, del despertar de mi pasión por la guitarra y las letras, de los libros, de la política, del miedo y la valentía, de sueños y despedidas, de noches altas buscando la primera estrella.
Cuando llegué a mi segundo barrio me encontré sin amigos. Cuatro o cinco cuadras, era esa la distancia entre los dos barrios, pero a los diez años, y en un pueblo, eso equivale a un exilio. El Chinguito fue mi primer amigo en mi barrio nuevo. Silvia, su madre, también se hizo amiga de la mía, y entre las dos cocinas de las dos casas pasaba yo gran parte de mis mañanas. El Chinguito era más grande que yo, y estudiaba guitarra en Montevideo. Tenía una guitarra criolla, a la que le había puesto cuerdas de acero. Era probablemente el peor instrumento en el que he tocado en mi vida, pero en ella practicaba todas la mañanas, en el comedor de su casa, mientras Silvia freía cebolla, o preparaba una feijoada, o algún plato abrasilerado, ya que ella era de Yaguarón, y tenía su «jeito» en la cocina, diferente al de mi madre, que también era una muy buena cocinera.
La radio estaba siempre prendida en la cocina, y yo, con aquella guitarra imposible, copiaba lo que sonara en ella, siguiendo la canción que estuvieran pasando y obligándome a copiar al momento la melodía y buscar los acordes dentro de los pocos que conocía entonces.
Un día, en el patio de aquella casa, bajo el parral, vi y toqué brevemente, la primera guitarra eléctrica. La trajo el gordo Moreno, que era amigo del Chingo, pero no tan amigo mío, y por eso mismo, sólo después de mucho insistirle y rogarle, me dejó tocarla apenas por unos segundos. El Chinguito para mi era un ídolo entonces. Un tipo ya, y yo apenas un chiquilín que jugaba a afeitarse el bigote, casi resignado a ser lampiño. Cómo no iba a ser mi ídolo si iba y venía solo a Montevideo, era novio de una de las chicas más lindas de Santa Lucía, tenía el pelo largo, cantaba en el coro del liceo partes solistas, bailaba bien rock, y tocaba La Casa del Sol Naciente sin equivocarse? O casi.
Mi admiración por él fue equilibrándose con los años y se fue de a poco balanceando, como ocurre al crecer, pero en aquellos inicios de nuestra amistad ocurrió algo que me quedó grabado por siempre, y de lo que él nunca tuvo conocimiento. Un domingo por la tarde, arrancamos «para arriba» los dos para el cine de Bonetti. Salimos de mi casa fumando cigarrillos que Manuel, el compañero de mi madre, nos convidó. Richmond sin filtro. Yo sintiéndome muy hombre, pantalón largo del uniforme del liceo, un chaquetón de gamuza heredado no sé de quien y achicado a mi medida, caminamos por Mitre hasta el almacén de Díaz, y de allí tomamos a la derecha para llegar hasta la calle Rivera, pasar por el cine Palace a mirar las carteleras, y seguir para arriba hasta La Perla.
Al ir llegando a esa esquina, el Chinguito me dijo, «-Vamos a tomar un café, te invito.» Disimulando mi entusiasmo, acepté y entramos al bar. Nos sentamos y cuando vino el mozo, el Chinguito, todo un señor, acostumbrado a esas cosas, pidió un café con cognac, y me preguntó si yo también lo tomaba así, y claro, desde siempre (nunca) lo había tomado así yo. Nos tomamos los cafés, yo carraspeando, él de un par de sorbos, y nos fuimos hacia el club. Al ir cruzando la plaza por la diagonal, empecé a sentir que algo me pasaba. Mis pasos no eran tan firmes como al salir de casa y el piso no respondía exactamente a la pisada que yo calculaba. Café con cognac y cigarrillos rubios sin filtro, eran cosas de hombres que todavía me quedaban grandes, pero de lo que mi amigo nunca se enteró, porque disimulé entonces y nunca se lo llegué a contar. El café con cognac, quedó asociado a mi memoria para siempre con aquel hermano grande, un amigo que me abrió las puertas de otro barrio, de otra etapa de la vida. Chinguito, en el recuerdo para siempre, rockanrol will never die.
(diciembre/2011)
Daniel Da Rosa
Serie Mínima
¿Dónde están?
Griselda terminó de leer su poema, después de cincuenta y cinco minutos de duración. Cuando levantó su vista del papel mecanografiado descubrió que en la sala arreglada para realizar lecturas no había nadie. Ni familiares ni amigos. Las mesas y las sillas formaban una desierta y desordenada u. Las copas del vino dulce estaban vacías y amontonadas en una mesa junto a la única puerta de la habitación. Ella repasó, con su mirada, la alta y ancha biblioteca que parecía estar pintada en una de las paredes, como buscando una explicación. Suspiró. Acomodó el papel en el atril sobre otros papeles y se levantó de su mullido sillón verde. Caminó por el largo corredor que la llevaba a la sala principal. En el trayecto se encontró con el gato muerto. Llevó su mano a la boca pero no gritó. Lo rodeó y siguió caminando. Al pasar frente a la cocina vio que en su jaula dorada el canario amarillo parecía estar tieso con sus patitas apuntando al techo. Un escalofrío abrazó su cuerpo y entró a la sala principal. Allí miró incrédula como la cristalería que tenía dentro del mueble de fina madera canadiense estaba hecha añicos. La puerta que daba a la calle alguien la había dejado abierta. Al llegar al portal no podía creer lo que estaba viendo: su jardín lucía como si hubiesen bailado encima. Volvió a suspirar. Escuchó el chistido de una lechuza. Le causó gracia. Se dio media vuelta y cerró la puerta.
Diego Bengoa
De contrapunto
Dos escritores se interrelacionan a través de sus texto. A propuesta del creador de Pepe Sacapuntas y basado en un relato de Daniel Da Rosa nace este contrapunto.
Daniel Da Rosa
Serie Mínima
El tiempo es oro
Tocó su tobillo hinchado. Miró al rival que se alejaba con su espalda ancha y el número dos gigante y blanco sobre la camiseta negra. Sintió el galope ensordecedor de una turba de caballos que se le venía encima. Atinó a encogerse, abrazado a sus piernas, como un bicho de la humedad y esperó que lo pasaran por arriba. El pasto cortado y desparejo por la tropelía llovió sobre él. Tenía los ojos cerrados y apenas entreabrió uno para ver qué sucedía y descubrió la inmensa polvareda tapando el sol. Quiso levantarse y huir de allí pero el dolor del tobillo no lo dejaba. En ese instante oyó una voz como si tuviera curtida por el alcohol y el cigarro que le decía: «Quédate ahí tirado pibe, que el tiempo es oro para nosotros.
Pero no siempre.
Diego Bengoa.
Le dolía el alma. El golpe había sido devastador. Recordó cuando su padre se había ido de su casa. En realidad fue él quien lo echó a punta de cuchillo cansado de ver a su madre de pómulos hinchados. Y eso que era un pibe. Su primer instinto fue quedarse a dormir en el colchón verde. Ahí donde se trabajan los sueños de gloria. Además tenía el pedido del Ronco. El capitán. Giró un par de veces como la perinola de la vida. Ya su tobillo le hubiera dado permiso para pararse. Por eso emitió un par de gemidos de dolor sobreactuados. Pero la estima le golpeó la cara. ¿Acaso sus rivales no tenían el derecho ganado de seguir soñando? Y como le sucedió una y mil veces en su existencia… se levantó. Una vez de pie, con la frescura de un laburante de sueños, miró fijo a su agresor y luego le dijo al Ronco:
-Capitán, las quiero todas: No me racione la dignidad.
Sin soledad, sin la prueba del tiempo, sin pasión del silencio, sin emoción y contención de todo el cuerpo, sin vacilación en el miedo, sin imposición a algo oscuro e invisible, sin memoria de animalidad, sin tristeza, sin soledad en la tristeza, no hay alegría. P.Q.
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