Uno intenta pensar toda vez que puede, en tanto se permita tener tiempo para reflexionar, lo que conlleva el apagar los ruidos interiores y exteriores.
Y en esto del pensar reflexivo – complemento del pensar calculador, el que recorremos toda vez que es necesario ir en busca de soluciones específicas – todo lo que haga al modo que nosotros tengamos de pararnos ante la vida, resulta crucial.
En nuestro presente donde el consumismo y la voracidad por las cosas es cada vez mayor, no deja de ser estratégicamente vital, el darnos tiempo, regalárnoslo, para dejar ir a nuestra mente sin otra premisa que el estar abiertos al otro, al diferente, al desconocido, al que nos convoca a ser hombres y mujeres sociales, esto es, en relación con los otros, complementándonos con ellos.
Así, poco a poco, iremos despejando nuestra mirada, la interior, para hallarnos en las tierras donde las grandes cuestiones que de común permanecen -como dijera Nietzsche en su «Aurora»- tiradas en la calle, puedan ser levantadas por nosotros y así, miradas de cerca, volvamos con una proyección no digo que nueva pero sí de mayor compromiso y acercamiento con aquellos asuntos, insistimos en esto, que permanecen sin ser abordados críticamente, resueltamente.
Nos interesa, para los fines propuestos, traer a colación aspectos del pensamiento del profesor Manuel García Morente, desde un curso sobre «Introducción a la Metafísica» que dictara en Buenos Aires, allá por el año de 1934.
Decía García Morente, en este sentido e inspirado en el Maestro Ortega que: «Nuestra vida es un constante hacerse a sí misma», aduciendo con esto que la hacemos nosotros, prefigurándola, es decir asumiéndonos, ubicándonos así en el espacio y tiempo de nuestra circunstancia. Sí, me refiero evidentemente a nuestra circunstancia orteguiana, la que dice de nuestra relación ineludible con el mundo cercano a nuestra vida.
García Morente añade lo siguiente: «Nuestro ser propio es más bien el que queremos ser que el que somos. El ser más auténtico del hombre es su futuro, su ilusión, lo que quiere, lo que sueña. Ese «querer ser» es el resorte más poderoso de la energía vital. Por eso cuando falta o se aminora en un hombre su capacidad de ensueño y de ilusión, cuando llega el momento en que el hombre ya no ve ante sí su vida como un programa apetitoso, atractivo, entonces ha comenzado su labor de muerte. Lentamente la muerte se apodera de nosotros por reducción de los horizontes en que se dibuja el futuro.»
¿Pero de qué muerte es de la que nos habla García Morente? Ah, creemos que la muerte de la humanidad que, potencialmente, llevamos en nosotros. La cosificación de la vida humana. Dejar de ser o intentar ser, mejor dicho, personas, para avenirnos a ser usuarios, meros consumidores de una realidad, con sus opciones, que nos vienen dadas en bandeja virtual.
Somos enteramente conscientes que decirlo es fácil pero hacerlo no lo es. Se trata de un proceso largo y no exento de esfuerzos tenaces para siquiera seguir en el sendero que nos lleve a ser nosotros mismos.
Veamos cómo lo decía, a mediados del siglo XIX, el filósofo francés Ernest Renan. El catedrático del Colegio de Francia, en el que luego se basara Carlos Vaz Ferreira para crear la primera Facultad de Humanidades.
Renan manifestaba que el gran inconveniente de la vida real y que trae a mal a la persona enterada de que lo humano es lo central es que aun logrando los principios más caros al ideal, a la luz pública las cualidades se transforman en defectos, de tal modo que muy frecuentemente el hombre y la mujer íntegros obtienen menos «éxito» que aquel individuo motivado por el egoísmo y por la rutina vulgar.
En definitiva es en el aquí y en el ahora de nuestro instante de vida, al ser conscientes y responsables, lo haremos ser, viviéndolo a corazón abierto, nuestro propio edén sobre esta tierra negra que pisamos, siempre junto a los otros, complementándonos.
Un par de años después, allá por marzo del año de 1936, García Morente, amigo y entusiasta seguidor del Maestro José Ortega y Gasset, publicaba en el famoso diario El Sol, y a pedido de sus alumnos y amigos, una carta a su querido maestro en las bodas de plata de Ortega y Gasset, como profesor de la Universidad de Madrid. De la misma, extraeremos un pensamiento vital o, en la terminología orteguiana, «radical» .
Dice así García Morente: «(…) El pensar es un hacer, es algo que yo, viviendo, hago; precisamente porque vivo y para vivir. El pensamiento no es, pues, lo primario, sino la actuación de algo más hondo todavía. Ese algo más hondo es el vivir mismo. Así, desde sus primeros ensayos filosóficos percibía ya Ortega con claridad que el pensamiento es una actitud de la vida, que es, como él decía entonces, razón vital.»
Por tanto, podemos convenir varias y no menores cosas:
Que la vida bien vivida arranca desde un ser que se sabe, se conoce y así, va en busca, solidaria, activa e igualitariamente con el otro.
Que este hacer que es el pensar, requiere de una compenetración serena y total con la vida y las cosas, buscando ir en pos de la realidad que está detrás de la realidad primera, esto es, una suerte de comprensión que, con serenidad, hondura y tiempo, llegue a la esencia de las cuestiones vitales que nos ocupan en esta vida, la única y total vida que, como sujeto consciente tendré.
Que, en definitiva, esto del pensar es una faena y jamás, repito, jamás, una tarea de elegidos sino de sujetos, hombres y mujeres, determinados a ser que enteramente humanos. En nuestro caso, entonces, se trata de la faena del pensar.
En suma, que tras el muro que cae, aparecerá la salida que será, siempre, el regreso a lo prefigurado, es decir, nuestro complemento, en un horizonte un día soñado a ojos abiertos, cara al cielo, pisando suelo sin salirnos de la senda de vida. Y volviendo la mirada al otro, atentos a su requerimiento, que siempre nos convoca.
García Morente, Manuel, Estudios y ensayos, Editorial Losada, Buenos Aires, año 2005, Pág. 144-5.
Idem, Pág. 218.
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